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Alfonso Daniel Rodríguez Castelao: Los buenos gallegos somos expa...




Los buenos gallegos somos expatriados aunque vivamos en Galicia.

 Alfonso Daniel Rodríguez Castelao


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Cuando los comunistas decidían lo que era bueno y lo que era malo, actuaban de forma tan rígida como cualquier puritano.
Nieva sobre Edimburgo el 16 de abril de 1874. Un frío gélido azota la ciudad. Los viejos especulan que podría tratarse del día más frío de la historia. Diríase que el sol ha desaparecido para siempre. El viento es cortante; los copos de nieve son más ligeros que el aire.
¡Blanco! ¡Blanco! ¡Blanco!
Explosión sorda. No se ve más que eso. Las casas parecen locomotoras de vapor, sus chimeneas desprenden un humo grisáceo que hace crepitar el cielo de acero. Las pequeñas callejuelas de Edimburgo se metamorfosean. Las fuentes se transforman en jarrones helados que sujetan ramilletes de hielo. El viejo río se ha disfrazado de lago de azúcar glaseado y se extiende hasta el mar. Las olas resuenan como cristales rotos. La escarcha cae cubriendo de lentejuelas a los gatos. Los árboles parecen grandes hadas que visten camisón blanco, estiran sus ramas, bostezan a la luna y observan cómo derrapan los coches de caballos sobre los adoquines. El frío es tan intenso que los pájaros se congelan en pleno vuelo antes de caer estrellados contra el suelo. El sonido que emiten al fallecer es dulce, a pesar de que se trata del ruido de la muerte. Es el día más frío de la historia. Y hoy es el día de mi nacimiento. [?]
Fuera nieva con auténtica ferocidad. La hiedra plateada trepa hasta esconderse bajo los tejados. Las rosas translúcidas se inclinan hacia las ventanas, sonrojando las avenidas, los gatos se transforman en gárgolas, con las garras afiladas. En el río, los peces se detienen con una mueca de sorpresa. Todo el mundo está encantado por la mano de un soplador de vidrio que congela la ciudad, expirando un frío que mordisquea las orejas. En escasos segundos, los pocos valientes que salen al exterior se encuentran paralizados, como si un dios cualquiera acabara de tomarles una foto. Los transeúntes, llevados por el impulso de su trote, se deslizan por el hielo a modo de baile. Son figuras hermosas, cada una en su estilo, ángeles retorcidos con bufandas suspendidas en el aire, bailarinas de caja de música en sus compases finales, perdiendo velocidad al ritmo de su ultimísimo suspiro.
Por todas partes, paseantes congelados o en proceso de estarlo se quedan atrapados. Solo los relojes siguen haciendo batir el corazón de la ciudad como si nada ocurriera.
Aquel hombre para el que todos en aquel pueblo vivían, se movía siempre en una burbuja de vacío. Como si un precepto tácito ordenara al mundo que lo dejaran vivir solo.
A veces la poesía es el vértigo de los cuerpos y el vértigo de la dicha y el vértigo de la muerte;
el paseo con los ojos cerrados al borde del despeñadero y la verbena en los jardines submarinos;
la risa que incendia los preceptos y los santos mandamientos;
el descenso de las palabras paracaidas sobre los arenales de la página;
la desesperación que se embarca en un barco de papel y atraviesa,
durante cuarenta noches y cuarenta días, el mar de la angustia nocturna
y el pedregal de la angustia diurna;
la idolatría al yo y la disipación del yo;
la degollación de los epítetos, el entierro de los espejos;
la recolección de los pronombres acabados de cortar en el jardín de Epicuro y en el de Netzahualcoyotl;
el solo de flauta en la terraza de la memoria y el baile de llamas en la cueva del pensamiento;
las migraciones de miríadas de verbos, alas y garras, semillas y manos;
los substantivos óseos y llenos de raíces, plantados en las ondulaciones del lenguaje;
el amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído y el amor a lo nunca dicho:
el amor al amor.