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Johannes Kepler: Mamá astronomía de seguro pa...




Mamá astronomía de seguro pasaría hambre, si no ganase el pan su La hija astrología.

 Johannes Kepler


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La Metáfora. Un bello disfraz de la realidad.
Error humano de los más peligrosos es olvidar aquello que se quiere lograr.
Times Square Ii

Contemplo como salen del local
parejas enlazadas de las manos.
Cuánta mujer hermosa en todas partes.
El vestíbulo exhibe con orgullo
su muestrario de chicas estupendas.

Un amigo a mi lado me saluda.
Me comenta: «Qué film más aburrido.
Las historias de amor son soporíferas».
Yo asiento. Y admirados vigilamos
a una mujer preciosa. Acompañada.

Observo cómo mira ávidamente
las muchachas que surgen de la sala
como los coches surgen de un garaje
ostentando sus líneas sugestivas.
Como las miro yo seguramente.

También él siente el tedio. Ambos quisiéramos
un amor, un hogar de esos que vemos
en el cine y decimos nos aburren.
No igual a aquel que tienen los amigos
que en su gran mayoría se han casado.

Ante una moto grande y esplendente,
como un bello caballo de fuel puro,
nos paramos: «¿Te dejo en algún sitio?»,
precavido pregunta. Yo no acepto.
Buscaré a alguna chica por el Village.
Bobby

No era el amor y se llamaba Antonio.
Hablaba como un indio del Far- West:
«hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola.
y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando
-y reía-
la noche era más larga, más amarga, más lenta.
Por las villas de canos jubilados de Holanda,
por la «suite» de la vieja dama inglesa,
la viuda o divorciada más allá de los ácidos,
por el apartamento oscuro del borracho,
surgía su desnudo auroral como Jonia.
Era animal de dicha y entraba fiel, ruidoso,
un grueso calabrote de plata por el cuello...
Sobre muebles de Herraiz o lacas chinas,
biombo bermellón de zancudas doradas,
o en raída moqueta o taquillones
de castellano en serie,
iba dejando las botas deportivas,
los calcetines rojos,
el pequeño taparrabos celeste,
la camiseta como broquel de un pecho
sin defensa. Portador de alegría,
tal un dios de tobillos alados que bajara
a los orcos humanos
ahuyentaba la lágrima, la carta, los somníferos,
la desesperación y su lívida mecha.
Y una noche me dijo, su lengua por mi oído,
«Quisiera haberme muerto».