Si exagerásemos nuestras alegrías, como hacemos con nuestras penas, nuestros problemas perderían importancia.
Pedir una moral a la ciencia es arriesgarse a sufrir crueles desengaños.
La Ley, en su magnífica ecuanimidad, prohibe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar por las calles y robar pan.
El azar es el seudónimo de Dios cuando no quiere firmar.
La moral es la regla de las costumbres.
La guerra y el romanticismo: ¡plagas espantosas!.
Existe en todos nosotros un fondo de humanidad mucho menos variable de lo que se cree.
La vida nos enseña que no podemos ser felices sino al precio de cierta ignorancia.
Es preciso elevarse con las alas del entusiasmo. Si se razona, no se volará jamás.
Los autores de revoluciones no pueden sufrir que otros las hagan después de ellos.
En la sociedad no todo se sabe, pero todo se dice.
Solo las mujeres y los médicos saben cuán necesaria y bienhechora es la mentira.
Un diccionario es un universo en orden alfabético.
El futuro está oculto detrás de los hombres que lo hacen.
Es cierto que el amor conserva la belleza y que la cara de las mujeres se nutre de caricias, lo mismo que las abejas se nutren de miel.
Una necedad, aunque la repitan millones de bocas, no dejan de ser una necedad.
El árbol de las leyes ha de podarse continuamente.
La mujer es embellecida por el beso que ponéis sobre su boca.
No hay castos; solamente hay enfermos, hipócritas, maniacos y locos.
Todos los cambios, aun los más ansiados, llevan consigo cierta melancolía.