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Manuel Vázquez Montalbán: Los dioses se han marchado, no...
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Manuel Vázquez Montalbán
Los dioses se han marchado, nos queda la televisión.
Manuel Vázquez Montalbán
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Los buenos gallegos somos expatriados aunque vivamos en Galicia.
Cuando los comunistas decidÃan lo que era bueno y lo que era malo, actuaban de forma tan rÃgida como cualquier puritano.
Nieva sobre Edimburgo el 16 de abril de 1874. Un frÃo gélido azota la ciudad. Los viejos especulan que podrÃa tratarse del dÃa más frÃo de la historia. DirÃase que el sol ha desaparecido para siempre. El viento es cortante; los copos de nieve son más ligeros que el aire.
¡Blanco! ¡Blanco! ¡Blanco!
Explosión sorda. No se ve más que eso. Las casas parecen locomotoras de vapor, sus chimeneas desprenden un humo grisáceo que hace crepitar el cielo de acero. Las pequeñas callejuelas de Edimburgo se metamorfosean. Las fuentes se transforman en jarrones helados que sujetan ramilletes de hielo. El viejo rÃo se ha disfrazado de lago de azúcar glaseado y se extiende hasta el mar. Las olas resuenan como cristales rotos. La escarcha cae cubriendo de lentejuelas a los gatos. Los árboles parecen grandes hadas que visten camisón blanco, estiran sus ramas, bostezan a la luna y observan cómo derrapan los coches de caballos sobre los adoquines. El frÃo es tan intenso que los pájaros se congelan en pleno vuelo antes de caer estrellados contra el suelo. El sonido que emiten al fallecer es dulce, a pesar de que se trata del ruido de la muerte. Es el dÃa más frÃo de la historia. Y hoy es el dÃa de mi nacimiento. [?]
Fuera nieva con auténtica ferocidad. La hiedra plateada trepa hasta esconderse bajo los tejados. Las rosas translúcidas se inclinan hacia las ventanas, sonrojando las avenidas, los gatos se transforman en gárgolas, con las garras afiladas. En el rÃo, los peces se detienen con una mueca de sorpresa. Todo el mundo está encantado por la mano de un soplador de vidrio que congela la ciudad, expirando un frÃo que mordisquea las orejas. En escasos segundos, los pocos valientes que salen al exterior se encuentran paralizados, como si un dios cualquiera acabara de tomarles una foto. Los transeúntes, llevados por el impulso de su trote, se deslizan por el hielo a modo de baile. Son figuras hermosas, cada una en su estilo, ángeles retorcidos con bufandas suspendidas en el aire, bailarinas de caja de música en sus compases finales, perdiendo velocidad al ritmo de su ultimÃsimo suspiro.
Por todas partes, paseantes congelados o en proceso de estarlo se quedan atrapados. Solo los relojes siguen haciendo batir el corazón de la ciudad como si nada ocurriera.
Aquel hombre para el que todos en aquel pueblo vivÃan, se movÃa siempre en una burbuja de vacÃo. Como si un precepto tácito ordenara al mundo que lo dejaran vivir solo.